En 1964, según el censo poblacional, Colombia tenía
17.5 millones de habitantes, hoy el país tiene 46 millones, evidenciando que
más del 60% de la población actual (28 millones) ha vivido en un país que no ha
podido resolver bien ni una sola de sus violencias.
Las cifras del conflicto son de por sí elocuentes: Más
de tres millones de desplazados internos; 6.65 millones de hectáreas de tierra
usurpadas o abandonadas por causa de la violencia en los últimos treinta años,
12,9% de la superficie agropecuaria del país (Comisión de seguimiento y CID-UN,
2008); 48 por ciento de las mejores tierras del país en manos del narcotráfico
(Contraloría General de la República, 2002); y con un coeficiente de Gini, que
mide el índice de concentración de la tierra, del 0,85.
En cuanto a la tragedia de la vida, este conflicto se
convirtió en un genocidio permanente. Para
empezar desde el presente, en lo corrido de este año van aproximadamente 5.938
homicidios. En 2010 hubo 10.511 (Medicina Legal) y 656.782 desde 1973.
Violencia fratricida e injustificada, que ha mutado de
forma tan dramática que se corre el riesgo de haber perdido ya el hilo
conductor de un conflicto tradicional: mata el Estado, mata el irregular y mata
el hermano al hermano. Pareciera
algo sencillo: como si en Colombia cualquiera pudiera matar.
El paramilitarismo y la asociación del narcotráfico
con éste, las aterradoras masacres, la parapolítica, los falsos positivos, las
desapariciones forzadas, el secuestro, las tomas guerrilleras y su
indiscriminada agresión a la población, los campos minados, etc., nos ponen de
frente a una realidad innegable: el prolongado conflicto ha sumido el país en a
desgracia y las acciones de las Farc y el Eln hoy no representan más que muerte
y atraso.
Solamente el desmonte de las guerrillas, sin ninguna
otra condición, sería una gran reivindicación de los colombianos para comenzar
a aliviar las causas y las consecuencias de este viejo conflicto.
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